

Descendiendo un portentoso y pesado médano, se abre al fin la inmensidad…
Lo primero que divisas es el mar, sereno ó furioso, verde o marrón, salpicado de blancos, producto de las diferentes rompientes.
Bajas el médano, hacia la arena semihúmeda, te acomodas frente al horizonte con ansiedad, como queriendo abarcar todo. Giras la cabeza a la izquierda. Fantasmagórica, envuelta en bruma, la cuidad…
Lejos, a la derecha, también lejana, la figura del Querandí.
Al frente, la irrefutabilidad del agua.
Detrás, lo que acabas de pasar, con acacias, tamariscos y casetas de guardavidas desamparadas.
Comienzas a caminar, te sumerges con la música en miles de sueños, propios y ajenos, sigues las pisadas descalzas de una pareja extraviada más allá y, por el medio, inmiscuido, marcas las tuyas, como una ilusión.
A los doscientos metros emergen dos pescadores, que miran sus nervios en la tanza tirante, ¡¡¡aguardando…!!!
Seminublada, desamparada, sola: ¡¡¡la playa!!! Piensa y suspira añorando recuerdos recientes, piensa contigo, y el trajinar de las olas te obliga a voltearte para observar la línea final, empapada, bien adelante, en una planicie marrón…
Tomas una piedra y escribes: ¡¡¡Padre, aquí estoy!!! ¡¡¡Gracias!!!
Una bandera roja, anuncia a quién sabe quién, el temperamento del mar para ese día.
En la punta de una cumbre, una niña rubia juega con su madre…¡¡¡sola!!!
Gaviotas y albatros planean con suspicacia la superficie del océano en búsqueda de la subsistencia misma; otros, en cambio se conforman con los despojos que “el profundo” les prodiga. Y, como ovejas, pastorean la arena.
La playa y el mar, solos los dos, se encuentran en soledad, se arriman, contactan, se llevan y se traen…
Luego con al noche, sobre donde caminas, nadarán los peces y se robarán las pisadas, arrastrándolas a lo oscuro, quizás las lleven a las profundidades de otro continente…
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